EL grAfico
noviembre 28, 1941


LA PALOMA gaucha plego sus alas
Homenajeando a las aviadoras uruguayas cayó para siempre Carola Lorenzini

 

“Elija - le dijo el jefe de la oficina: - el empleo o la aviación.

– Las dos cosas me son igualmente necesarias -respondió Carola, - una, para comer; la otra, para vivir.

Y quedó cesante. Lo sabía, pero le era imposible renunciar a lo que significaba renunciar a lo que significaba su vida, esa vida íntima y lejos de la comprensión vulgar. Había nacido paloma y el día que lo comprendió instalada en un aeroplano, desplegó sus alas dándole alas a su alma que se las pedía.

– ¿No se aburre, Carola, en esos vuelos tan largos y solita?, - le pregunté no hace mucho. -¡Qué esperanza! Me entretengo haciendo cálculos..., tomando distancias...pensando...viviendo... - fue su respuesta simple acompañada de esa su sonrisa amplia y desbordante.

Carola le decían todos. Le sobraba el apellido para individualizarla. Había una sola Carola. Y hasta se la tuteaba. Como a Jesús. - Decime - le pregunté cierta vez a un piloto de esos que gastó muchos mamelucos volando y que no le tenía mayor aprecio personal a Carola; - ¿hay otra aviadora tan capaz como Carola? -Ninguna - me contestó sin vacilar. - Y lejos de todas... y de muchos.

Tenía hondo arraigo en el pueblo. En ese aspecto se compara a otra figura de nuestra aviación: Jorge Newbery. Para la multitud que no sigue de cerca la aviación, para quienes desconocen los altos valores de las alas argentinas, existía una figura representativa: Carola Lorenzini. Era como una justificación, como si el vuelo no pudiera existir sin esa paloma gaucha que acaba de plegar sus alas para siempre. Ella vencía todas las distancias, todas las dificultades, todos los peligros. Más: no había peligros para Carola. No podía admitirse que cayera trágicamente. Tal era la confianza en ella depositada. Y ese sentimiento significaba el mayor reconocimiento a su enorme capacidad. Carola no podía morir volando. Había nacido para estar suspendida en el aire, como una estrella.

– Vuelo sola. Si lo hago bien, el mérito es mío; si lo hago mal, la culpa es mía. Soy responsable de mis meritos y de mis errores - me dijo una vez.

Sus contestaciones eran categóricas. Guapa en la vida y en el aire, acaso esa misma dureza suya, hecha de pamperos y horizontes, la llevara a no medir ciertas distancias y a chocar contra algunas jerarquías. Pero, ¿quién no tiene sus errores? Y si derecho a poseerlos nos asiste a todos los mortales, no era el caso de señalàrselos a Carola cuando eran los menos, porque las virtudes eran las más.

La conocí "peleándome" con ella. Y a los dos minutos de discusión nos hicimos amigos. Y lo seguimos siendo. Y lo seguiremos siendo cuando nos encontremos lejos del plafond más alto. Un día la llevaron a volar. El piloto Víctor Pauna le brindó esa satisfacción.

– ¿Se asustó? - fue la pregunta.
– En absoluto.

Le hicieron gustar de la acrobacia. -¿Se asustó?
– Nada.

Desde entonces, todas las mañanas bien temprano, Carola Lorenzini bajaba de un modesto ómnibus en Morón y caminaba cuadras y cuadras hasta el aeródromo para seguir su curso de pilotaje. Vendió su bicicleta, hizo lo propio con un diccionario enciclopédico compuesto de varios volúmenes, redujo sus pequeños lujos, y así fue juntando los 600 pesos que demandaría el aprendizaje. Después de la sesión dirigida por Ignacio Cigorraga, volvía otra vez a pie hasta el ómnibus, camina que te camina, para luego meterse en aquella oficina en la cual un día habrían de darle a elegir su rumbo.

– Fueron grandes los sacrificios...pero en el truco dicen: lo que cuesta, vale. Y así fue. Por volar he sufrido muchos disgustos y hasta he perdido mi estabilidad económica, pero las emociones que sentí, las horas de placer inefable que viví solita por el cielo, esas no hay plata que las pague - me narraba un día con charla pintoresca y sus gestos varoniles.

Cuando cayó cerca de Posadas, demostró una vez más su temple. Bajó del aparato, el cual, en le golpe, había perdido las alas y el tren de aterrizaje. No pensó en que tenía la nariz y un ojo lastimados. Estaba en una inmensa soledad. Comenzó a caminar por entre los bañados.

– Con mi ojo tuerto y mi nariz abollada - me contaba, - con los pies que me hervían porque llevaba medias gruesas, caminé seis horas hasta encontrar una choza. Después, una jornada igual a caballo para hallar un sitio de donde poder comunicar mi caída. - Seis horas a pie en una soledad desconocida; seis horas a caballo...¿comprenden ustedes lo que es eso? ¿Se imaginan el temple que es preciso tener para sumar esas horas de marcha, de dolor físico y moral?

Me decían una vez el piloto Villafañe:

– Se había incendiado el calentador de la señora encargada de la casilla del Aero Club. Unos decían: "traigan arena". Otros: "una frazada". Pasó Carola por allí, se enteró, agarró el calentador y lo tiró por una ventana.

Así de resuelta era esta magnífica mujer que en los últimos tiempos tenía un gran problema que resolver: su estabilidad económica. Había gozado de alguna protección oficial, con el avión cedido por el Ejército Argentino. Ya se lo habían retirado. Era su amargura. Pero si los de arriba no fueron con ella todo lo generosos que podían haber sido, en cambio los de abajo le brindaron su enorme corazón sin reticencias. Por eso ahora tienen el derecho de llorarla. Es el derecho de quienes la quisieron.

– El ejemplo dado por Carola Lorenzini impulsó nuestra aviación femenina - dijeron las uruguayas al llegar.

¿Cómo no habría Carola de volar para ellas? ¿Cómo habría de quedarse sin jugar un rato por el cielo, ella, que había nacido paloma, que se tuteaba con las estrellas, que llevaba en su rostro las huellas del viento y el maquillaje del sol? Estaba obligada, aunque carecía de entrenamiento para las acrobacias. Un error de cálculo, dicen; un inconveniente que tenía el aparato, cuentan; ¿qué pensar de todo eso? La paloma plegó sus alas. Esa es la verdad, la trágica verdad.

Se mostraba nerviosa, impaciente. No era la Carola aquella para quien el volar significaba una broma, una cosa inherente a ella misma. Estaba distinta. Sonreía pero con cierto esfuerzo, como si tuviera deseos de hacerlo y algo le impidiera plenamente la manifestación de su sonrisa abierta como los cielos por donde la llevó a pasear. Pero, ¿a qué hacer conjeturas ahora? ¿Qué importa cómo fué? Lo cierto es que se fue, que nos ha quedado el palomar vacío como el corazón. Vacío y a la vez lleno, pues nunca se esfumará su recuerdo, jamás se ausentará el sentimiento fraternal que Ella nos inspiró. Lo que ha quedado ni siquiera se irá con nosotros, pues lo han de heredar las futuras generaciones, para estímulo y ejemplo.

– Dígale a Borocotó que me escriba algo lindo - le dijo en broma a nuestro fotógrafo cuando le tomó la foto que habría de ser la última.

Y no pude escribirle algo lindo. Teníamos que ir un día de estos al Colegio Arriola de Marín para satisfacer el pedido de muchos pibes que cuando escuchaban el zumbido de un avión miraban el cielo y decían: «Carola Lorenzini».

Continúen mirando el cielo, pebetes. Allá arriba está Carola siguiendo el silencioso vuelo de la eternidad. Miren y recen un poquito.”

Borocotó

 

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EL GRAFICO - noviembre 28, 1941
 

 

 

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 ©  Carlos Gustavo Maldonado
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